El amor al trabajo
Continuando con el tema de las 10 reglas, me toca la número 9, que coincide con el celebrado ayer día del trabajo. La novena regla es el amor al trabajo.
El trabajo ha tenido, desde varios siglos atrás, "mala publicidad": es una carga, es una maldición, cosa de esclavos o de gente poco cultivada. En el mejor de los casos, un deber del hombre que hay que cumplir. La Biblia, tan influyente en nuestra América, le da la connotación de castigo divino, en el génesis: "Te ganarás el pan con el sudor de tu frente". Sin embargo, ya en el Nuevo Testamento se nos dice que todo está redimido. Entonces no es castigo, ni deber, ni siquiera una mera glorificación. No.
Y, aunque se diga que uno de los derechos del hombre es el trabajo, es un fundamento para conseguir lo necesario para subsistir.
Si el objetivo del ser humano es el vivir -y convivir- en alegría, libertad, mutua comprensión y amistad, el trabajar es precisamente la preparación para dicha fiesta.
El trabajo sirve, para ajardinar el mundo. Para ir mejorando la obra de la naturaleza. Para potenciarla. Por el trabajo se tiene el goce de poder saciar las necesidades y los sueños. Y trabajamos, la mayoría de las ocasiones, en compañía. Una oportunidad maravillosa y sorprendente de cultivar y saborear nuestra sociabilidad.
Hagamos de nuestro trabajo toda una fiesta. Apartemos las durezas inútiles y los riesgos evitables. Adornemos el ámbito de nuestro quehacer, no sólo en nuestra casa. La ingeniería, la decoración, el arte, tienen mucho que ver y decir en ayudar al trabajo para hacerlo más seguro y más fiesta, aun en las tareas y lugares más arduos.
La vida es actuación de nuestras células, de nuestro metabolismo y palpitar cardiaco, de nuestros pensamientos y nuestras creaciones. En todo, en el fondo está el trabajo. Trabajar es vivir. Y vivir, existir, es una fiesta.
Hay que reunir amor y trabajo. Es decir, no sólo amor al trabajo, sino que trabajar es admirar el mundo, acariciar las cosas, amar a todos.
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